El moquillo canino es una
enfermedad vírica,
muy contagiosa, que afecta a los órganos respiratorios, digestivos y al sistema
nervioso. Es producida por un virus de la familia Paramyxoviridae, la misma a la que
pertenecen los virus que producen en personas las paperas o el sarampión.
¿Cómo se transmite?
El
virus se contagia de un animal a otro a través de las secreciones del animal enfermo, que elimina el
virus por las lágrimas, la mucosidad nasal, la saliva o la orina.
Los animales con mayor peligro de
sufrir la enfermedad son los jóvenes o animales mayores sin vacunar.
¿Qué síntomas puedo
encontrar en mi perro?
El
virus provoca (como casi todos los virus) una bajada de defensas en el perro,
y, a partir de ahí la enfermedad puede cursar de dos formas distintas. La primera
consiste en una enfermedad leve sin síntomas o con algunos síntomas muy poco
reconocibles, tras esta infección el virus puede ser eliminado (curación del
animal) o puede quedar en forma “latente”, es decir, quedar escondido en
algunas partes del organismo esperando el momento oportuno para activarse. La segunda
forma en que se presenta la enfermedad es con toda la sintomatología habitual,
que incluye fiebre, signos respiratorios (mucosidad, tos…), signos digestivos
(diarreas, falta apetito…) y signos nerviosos, que son los más graves y que pueden
aparecer desde unos días, unas semanas o incluso años después de los digestivos
y respiratorios; lo normal es que estos signos nerviosos aparezcan entre una y
tres semanas después.
Entre
los signos
nerviosos más comunes destacan las mioclonias (se trata de
movimientos musculares involuntarios o “tics”, como guiños de ojos o
movimientos de la boca, en los que parece que esté comiendo chicle el perro)
aunque pueden llegar a perder la movilidad de ciertas partes de su cuerpo o a
sufrir convulsiones.
También
puede afectarse la piel (almohadillas duras), los ojos o los dientes
(hipoplasia del esmalte, que quiere decir que no se desarrollan bien).
Por
si no fuera bastante con todo lo anterior, pueden aparecer otros muchos
síntomas derivados de los daños del virus, por ejemplo infecciones bacterianas
que aprovechan la bajada de defensas que se produce.
¿Cómo se diagnostica la
enfermedad?
Para
el diagnóstico de la enfermedad lo principal es encontrar la presencia del
virus, cosa que se puede hacer enviando muestras (secreciones, sangre, orina,
LCR) al
laboratorio
y realizando pruebas específicas (ELISA o PCR, por ejemplo). Actualmente se
pueden realizar
test
rápidos en la consulta veterinaria que de ser positivos confirman la
enfermedad, pero de ser negativos habrá mandar muestras al laboratorio de todos
modos.
En
todos los casos es necesario también realizar otras pruebas. Es fundamental una
analítica general para conocer el grado en que virus está dañando al perro,
pero no hay que descartar, dependiendo del caso, tener que realizar otras.
¿Hay tratamientos?
El
tratamiento es, como en la mayoría de las enfermedades víricas, de soporte, lo
que quiere decir que se tratan los síntomas que vemos y se intentan prevenir
complicaciones, pero para el virus en concreto no tenemos nada y ha de ser
superado por el propio animal.
La
base de este tratamiento consiste en fluidoterapia, antibióticos para evitar
infecciones secundarias (o combatir las que ya tenga), fármacos para la
sintomatología respiratoria, anticonvulsionentes, etc.
¿Cómo se puede prevenir? ¿Pueden
quedar secuelas?
En
la prevención lo más importante, como en casi todas las enfermedades víricas,
es la vacunación. Una vez el animal enferma, ya no se puede vacunar.
Otras
medidas pueden ser el aislamiento de los animales enfermos o convalecientes, la
higiene adecuada o evitar contacto con
animales que pudiesen estar infectados, entre otras.
En
los animales que superan la enfermedad pueden quedar algunas secuelas
dependiendo de lo agresiva que haya sido la viremia, de hasta dónde hayan
evolucionado las lesiones producidas por el virus y de hasta donde logre
recuperar el animal.